Con Gabo
descubrimos el alma Caribe que portábamos.
Pudimos palpar entre nuestras pasiones
que estábamos compuestos de una cierta ciudadanía cultural que nos abrigaba
tanto que podía hacernos diferenciar de todo aquello que suponía tener una
cierta cultura innovadora que le ofrecía al mundo ese optimismo en la vida con
eso que llamamos inventarnos la alegría con las músicas del alma y del espíritu.
Eran y son esas páginas de églogas musicales de unos territorios cargados de una cierta magia redentora, que hablaban a cada instante que podíamos expresarnos, porque eran escrituras para casi enloquecer a quiénes la disfrutamos al leerlas y evidenciarlas, cuando caminamos y podíamos escuchar esas prosodias marcadamente nuestras que estaban escenificadas en los capítulos y en muchas de las páginas del primer García Márquez.
Eran y son esas páginas de églogas musicales de unos territorios cargados de una cierta magia redentora, que hablaban a cada instante que podíamos expresarnos, porque eran escrituras para casi enloquecer a quiénes la disfrutamos al leerlas y evidenciarlas, cuando caminamos y podíamos escuchar esas prosodias marcadamente nuestras que estaban escenificadas en los capítulos y en muchas de las páginas del primer García Márquez.
Era el dominio casi preciso de saber
que había que descubrir culturalmente que nos asombraba más en medio de esa
niñez irreparable que ha sido la patria de una nación colombiana, fragmentada por una
terrible y lapidaria violencia de ene mil cabezas que ha justificado que seamos
capaces de murmurar, sí hemos tenido Estado o sí, el que tenemos hay que
reinventarlo nuevamente para que pueda ser capaz de cumplir al fin con los que hemos
nacido en las entrañas de este maravilloso espacio biogeográfico y territorial tan diverso y rico.
Fiel a sus cuestiones más entrañables, Gabo jamás dudo un minuto en recobrar ese inventario de posibilidades para que algún día pudiéramos encontrar un espacio para reconocernos y dejar de estar en esa fiesta interminable de la guerra, que nos arrancó la eterna posibilidad de compartir con hospitalidad y cierta felicidad, esta tierra colombiana que tantas vidas nos ha costado porque no hemos sido capaces de aprender a escucharnos sin tener que derrotar al otro hasta desaparecerlo, como lo demuestran unas cifras absolutamente desgarradoras y terribles.
En ese aspecto tan simple, la cultura
caribe nos fue enseñando en cada micro-región de su entrañable costa sobre el mar atlántico, que había células culturales que
definitivamente eran irreemplazables porque fueron resistiendo todos los embates
de las modas y la superficialidad del mundo imbatible del consumismo, porque siempre ellas se reinventaban con el mismo furor con que son pintura, poesía, música o simplemente la manera eterna de contar las cosas y enrredarlas con las palabras cargadas de esa expresión hablada que dice con el mismo acento con que se pronuncia: "¡Ecchee no joda, mi hermano!".
Por más que esas células del ritmo, de
la prosodia, del afecto con corazón de sombrero vueltiao, flauta de millo,
gaita, acordeón, abarcas, mochila, hamaca, pollera, y pañolón, las calificaran
de las eternas "corroncho-identidades del folklor costeño", que poco a poco, fueron ganándose
sus espacios en los hogares y las vidas de muchos colombianos de diferentes
regiones hasta lograr generar una multiplicidad de pequeñas identidades,
fundadoras e irrepetibles que podían ser albergadas en los hogares más disimiles de todo el territorio nacional e internacional, como parte de un Museo Itinerante de lo que es la Costeñidad Caribe, como el Nuevo Arte Kitchs propio y multicolor.
Esas certezas simbólicas que fueron sistematizando una memoria inigualable
que se adentró en los confines de las culturas del mundo para mostrar un
apostillaje imborrable de lo que era la gran nación caribe de Francisco El
hombre y Aureliano Buendía.
Una nación reinventada en Cien Años de
Soledad porque pudo escribirla con la misma pasión como cuando trazó su primer
verso y su gran respuesta a ese intento por comprender esa realidad embrujadora
que podía llamarse Aracataca pero que recibió el inmortal nombre de Macondo.
El mismo nombre que fue grabándose en la memoria de millones de lectores que quedaron seducidos por la magia de un realismo mágico del que no tenía memoria la literatura universal desde el nacimiento del Quijote de la Mancha.
Con su creación quedó asegurada la más
bella prospectiva de una tierra cultural que sólo vivía de la oralidad y de su
fiesta eterna de bailar, cantar, danzar y enamorar los corazones de las mujeres
que como Remedios la Bella, dejaban impactados el alma de los seres que habían
venido a esta existencia terrenal, a reelaborar su propia vida con cantos y
pregones que el vallenato supo cuajar en la cadencia de sus melodías, mucho
antes que nacieran exhalados en los cuerpos de los enamorados horadantes de
esos tiempos de cólera y amor; para que mucho tiempo después, sirvieran de
pretexto y se prendieran unas parrandas sibaritas e infinitas, al escuchar
nuevamente sus cantos festivos que luego sucedieron al origen de sus propios festivales en cada lugar de esa
costa poetizada por cantores analfabetos, que cuajados por una lírica
experimental y muy sencilla, fueron ganándose los corazones de los alquimistas
del amor por toda la extensión de sus territorios.
Tanto fue su amor descomunal por el acordeón que cuando lo escuchaba se le arrugaba el sentimiento, inclusive a pesar de ser “alemán” y ser modificado criollamente para que pudiera sonar con los glisados costeños, él con el acertijo presajiante de su prosa e inventiva le dio carta de nacionalidad costeña y colombiana, porque se dio el poder de declararlo “que entre nosotros”, “se ha incorporado a los elementos del folklore nacional” al lado de las gaitas y tamboras costeñas, pues está por siempre… “en manos de los juglares que van de ribera en ribera, llevando su caliente mensaje de poesía”. Jamás pudo aceptar la expresión de su abuela de que era un instrumento de “guatacucos”.
Tuvo en Rafael Escalona, Abel Antonio
Villa, Emiliano Zuleta, Alejandro Durán, Enrique Martínez, Crescencio Salcedo y
Pacho Rada como los poetas de la más grande riqueza poética que hacían los cantos que
repetiría con el mismo entusiasmo que vivió de juventud. "Varita de caña, El cafetal y El compae
Chipuco". Por nombrar algunos. Gabo fue el hombre que quizá más ha contribuido
en la historia a delinear y perfilar la identidad múltiple de Colombia y los colombianos.
De esos milagros amorosos y el desamor y las muchas fiestas e historias del que fue testigo fundador el maestro Gabo, porque él sabía que acariciaba el momento preciso como lo hacen los que aprenden a comprender a los demás y corroborar sus grandezas como parte testimonial de sus hazañas existenciales, pues es desde allí que nacen sempiternas unas escrituras que hoy son el manantial inagotable de diversas lecturas y estudios que jamás se acabarán, porque todas sus escrituras son eternas e inmortales.
De ahí el tamaño de sus novelas y su trascendencia en la literatura, porque surgían y nacían en medio del fragor de las búsquedas como de sus incertidumbres de ser el inventor de todos sus abalorios.
Acariciaba el asombro, palpitaba con el niño que siempre llevaba dentro
de su alma de viejo moderador de los sueños de la esperanza, un dibujante
eterno de bocetos y escenas perfectas, desbordando cada escaleta de sus
obras imaginativas desde del cine literario que tuvo la certeza de heredarnos por siempre.
Habitaba los
senderos de las historias hasta compenetrarse en medio de sus tejidos, para
tañer sobre ellas unas escrituras que eran capaces de poder pensar por sí
mismas para cuando las tuviéramos en las manos los que las leíamos intensamente,
aprendiéramos de ellas, como si todo lo que se reunía en ellas, fuera suficiente
motivo para que pudiéramos asistir a su ceremonia mortal al celebrar su
lectura maravillosa y compulsiva.
Era el encantador de las mil y un millón de historias y fragmentos de
la vida del mundo, que le había tocado vivir, sentir y sufrir e interpretar. El propio Blacamán. El reinventor de los senderos de las palabras que la oralidad recogía y volvía a pronunciar con nuevos elementos que enriquecían los fragmentos de muchísimas hojas que después eran los papeles de su eternidad literaria.
Un poeta infeliz porque no había aprendido el arte de hacer un bolero, pero si había logrado hacer la épica de la soledad más feliz del mundo: escribir con cierta bondad y carácter para todos, que al leerlo pudiéramos soñar despiertos, en cada espacio literario que podía inventarse cada mañana como el sabio tejedor del croche de sus delirantes filigranas.
(Fragmentos a propósito de sus conmemoraciones
que vienen a la memoria en un día en la Biblioteca de la Vereda del Callejón de Aragba)
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