¡Agúzate que
la vida de ésta murga es de locos!
La noche en la que yo me subí a
la tapia de la casa de los Camacho para ver desde ahí a Richie y a Bobby
tocando boogaloo en la famosa caseta panamericana, jamás olvidaré que esa fue
la primera fiesta en la comí mango biche con sal como seis horas sin probar un
sólo trago de aguardiente. Por hay cada hora me bajaba para reportarme en la
casa de mi mamá que estaban en plena celebración por la llegada de la radiola
que nos había regalado don Gustavo a todos en la cuadra.
Ese 26 de diciembre la
fiesta fue la más grande de todas las que había habido en la cuadra y en sus
alrededores. Había gente por todas partes rumbeando. Había gente bailando por la Avenida de los Mangos.
Estaban todas las galladas de Cali por la calle de los mamoncillos, rumbeando y
jodiendo de lo lindo. Vacilando y mamandogallo como sí esa fue la primera noche
y la última.
Todas las esquinas de las calles y las carreras que colindaban con
las fuentes de soda de la novena estaban repletas de gente bailando, danzando y
gozando. Había un verdadero desenfreno parecido a un carnaval.
La fiesta era
realmente igualita a las fiestas del Cali y el América cuando quedaron
campeones del fútbol rentado por primera vez.
La gente se desbordaba a festejar
semejantes triunfos. La llegada de Ricardo y Bobby era un verdadero triunfo,
era como si el boogaloo nos fuera a permitir safarnos de algo incómodo que nos
molestaba.
Era como si esos cantos de ellos nos fueran a liberar por siempre de
lo que habíamos sido hasta ese momento y de pronto jamás volveríamos a ser los
mismos.
Esa noche la ciudad era una
locura irresistible. Una locura desencadenada en nuestras almas como en
nuestros espíritus. Todos estábamos contagiados del ritmo infernal del
boogaloo, ese baile que sólo bailábamos a escondidas en el Metropol cuando
Lalo, nos dejaba entrar y hacernos a un lado de la pista de baile cuando sabía
perfectamente que estábamos volados de la casa y lo único que hacíamos era
imitar los pasos de esos gigantes que aparecían de la profundidad de la barra
como unos muñecos que tenían guirnaldas, ribetes, tocados, bucles y luces en
sus prendas coloridas y brillantes. Ellos eran esos muñecos inalcanzables que
paso a paso atravesaban la pista y después se inventaban cualquier cantidad de
peripecias en sus bailes para que entre las sombras y las luces de neón poder
aumentar nuestras sorpresas tan grandes como su imaginación porque sus
cadencias hacían unos giros muy rápidos
que se perdían en el aire hasta que volvían a delinear en el piso pequeñas
posturas con sus pies que daban exacto en los movimientos del piano melódico,
rítmico y milimétrico de Ricardo.
“Mozambique
en el three and one.
Saltos aquí y allá. Infinidad
de esencias dentro de un mosaico de ajedrez que servía de piso y respuesta a
esos bailarines, que danzaban para comunicar ese intrépido intento de alcanzar
la velocidad de las tónicas y las dominantes, en ese espacio delirante de alcanzar
a Richie en la rapidez de los pies, la nota exacta de un afinque que sólo la
mente puede explorar y la finura del cuerpo cuajar y agarrar, son las fiestas
del cuerpo con el alma de la música, son las celebraciones íntimas que van
esculpiendo en la memoria una cierta experticia que tiene el sabor personal de
jugar a reinventarse, en la búsqueda de ese equilibrio delirante de elegir en
cada puesta en escena que somos y de que estamos hechos.
Ese baile deliciosamente
erótico que nos enseñaba en el Grill la emperadora del ritmo cuando llegaba a
enloquecernos con sus caderas desenfrenadas
y sus rapidísimas piernas que perseguían el ritmo del piano de Richie y
los mambos de las trepidantes trompetas de Ray Maldonado, Pedro Rafael
Chaparro, Adolphus “Doc” Cheatham y el Indio Cherokee.
fragmento de un texto literario
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